Sobre “Los restos de la lluvia” de Byron Espinoza

Por Cristopher Montero Corrales

 

Presentación de "Los restos de la lluvia" en el TN
Gustavo Solórzano-Alfaro, Luis Daniel Alfaro, Cristopher Montero Corrales y Byron Espinoza.

 

El movimiento que hace la voz poética en “Los restos de la lluvia” es arrastrar una piedra subiendo una colina, subir la colina con la misma piedra, arrastrar una piedra subiendo una colina, subir la colina con la misma piedra, es el gesto de las recaídas.

Es una fatiga que, cotidianamente, crece en una voz que recuerda haber sido amamantada por su madre (el lenguaje), no es poca cosa, pero también que tiene que asumir la imposibilidad de ejecutar el parricidio, es decir, el final de toda conversación con la institucionalidad, con la ley.

“Así somos: nos heredaron partículas distintas

Y la derrota diaria no nos permite juntarlas.” (p.37)

El tono exhausto acepta ya un mundo que conspira contra él, un mundo que también es él, donde el lenguaje no resuelve del todo. No es apocalíptico porque lo peor ya está pasando; la repetición constante de nosotros mismos. Hay un abandono de todo ánimo para la batalla.

Únicamente, es erizado por leves momentos de indignación que solo están ahí para recordar que ya ni existe la posibilidad del enojo, de la bravura. Así que no hay pretensión de ningún tipo de revolución: “La solución no está en romper ventanas / Ni en juntar los restos de otras pieles” (p.29), mucho menos en el cajón que es el futuro donde se es, siempre, aquello que más se teme.

Un San José que no genera sentido no es el que no genera respuestas, sino el que no plantea preguntas claras y concretas, así que abundan los intentos de salida: renunciar al saber, la cocaína, cantinas de mala muerte, terapia, billetes de lotería, la soberbia, suspender la puntuación para textos urgidos y gentiles como quien se despide rápido porque ya no quiere hablar con nadie.

Así que es un mundo que conspira en contra de sus miembros, de sus personajes, ¿cómo vamos a conocer el origen de ese dolor? Si es tan difuso, es tan enigmático como una sonrisa en estos tiempos; esta voz no tiene pudor en explicarnos:

“Es simple falta de interés en lo divino, en hacer el amor entre algodones, en caminar entre ángeles y poder ignorarlos.” (p.46)

Justamente, es desde ahí donde podemos llegar- reunirnos-, desplegarnos alrededor de este libro como un grupo de personas que comparten similares dolores, con esa complicidad.  Para ahora sí, en cohesión, recordar el “Ayer como un futuro incandescente”, la tía que nos enseñó a leer, la leche materna, la casa, el relato de un padre que era capitán y se perdió con todo y barco, y contemplar la sonrisa que hacemos con las gaviotas, contar las aves, soltar la piedra o simplemente caernos –tal vez, definitivamente– como la forma del instinto humano de protección y compartir-leer “Los restos de la lluvia” no como los sobrantes de un sistema, sino como las señales que permiten reconocernos como miembros de una comunidad mítica que solo puede sobrevivir en los encuentros, en la inauguración de un momento divino y otro y otro y otro… ya sin culpa:

“En la palma de la mano traigo la llave: pétalos rosados en el hocico de la tormenta. Me refugio en tus pechos: flor de fe irritada.   

Acera marchita de hastío, succiono tus fantasmas, los días abotonados, la piel se me llena de caminos nuevos que terminan en tu boca. 

La danza que nos junta en el silencio, en el punto final, la coma.” (p.39)