Página quince: La democracia que nadie quería

Por: Jacobo Schifter para La Nación

 

democracia

 

Mi artículo en el nuevo libro Costa Rica, construcción de la democracia, de la Editorial de la Universidad Estatal a Distancia, ha causado mucho ruido porque yo cuestiono todo lo escrito sobre la democracia costarricense. Era de esperar.

Para algunos, los orígenes se hallan en el período colonial, época caracterizada por la poca diferenciación social, la ausencia de minerales y productos de exportación que asentara un régimen semiesclavista de encomiendas, repartimientos o peonajes, y porque, debido a la pobreza, los españoles se vieron obligados a trabajar ellos mismos la tierra.

Esa justificación se conoce como el mito de la democracia agraria, el cual ha sido cuestionado por otros historiadores, quienes han demostrado que la Costa Rica colonial era jerárquica y nada igualitaria.

Otra teoría, menos en boga ahora, es la supuesta blancura de la población, lo que evitó la polarización entre españoles e indígenas producida en otros países de la región. Siendo más “homogénea”, se aduce, evitó muchos conflictos étnicos internos.

Finalmente, a causa de la pobreza generalizada, nunca hubo necesidad de un ejército represor, como sería el caso en los países poblados por indígenas y esclavos africanos.

La blancura ha sido también cuestionada. Los costarricenses no somos del todo blancos ni del todo negros, aunque existen pequeños sectores que sí lo son.

En cuanto a la homogeneidad social, la realidad es que para 1940 nada de eso era cierto. Datos de 1940, del Instituto del Café, demuestran que la concentración de la tierra era sustancial. El 5 % de los productores de café eran dueños de más de 10.000 arbustos y controlaban más del 50 % de la producción.

Si dichas tesis históricas fueran correctas, el país se habría convertido fácilmente en una democracia desde la independencia.

Ninguno era democrático. Si analizamos a los líderes de las fuerzas principales que fueron a la Guerra Civil, tenemos que poner en duda cuán democráticos eran, aunque decían luchar por la libertad electoral y la democracia.

Empecemos por Rafael Ángel Calderón Guardia. Aunque está considerado un reformador social, existe suficiente prueba de que las elecciones de medio periodo (1946) fueron manipuladas por el gobierno y, probablemente, alterados los resultados.

Figueres no podría calificarse de socialdemócrata porque estaba vinculado a la Legión del Caribe, un grupo de políticos liderado por el presidente José Arévalo de Guatemala, quien buscaba derrocar las dictaduras de la región.

El candidato de la oposición, Otilio Ulate, más que un demócrata era un admirador de los nazis y utilizó los mismos medios para expulsar del país a unos pocos cientos de judíos refugiados. Su mentor, León Cortés (presidente de 1936 a 1940), era un admirador de Hitler, prohibió la entrada de refugiados judíos y devolvió los barcos donde venían judíos perseguidos por Alemania, condenándolos a una muerte segura. Su hijo aparecía vestido con el uniforme nazi.

La Iglesia, por su parte, nunca fue aliada de las fuerzas liberales y democráticas en América Latina. Su objetivo era prohibir otras religiones, obtener un monopolio de la educación e intervenir en la política nacional.

El Partido Comunista de Manuel Mora era marxista, y tampoco tenía en mente el respeto a los procesos electorales y la libertad de pensamiento. Su deseo, como el de la Unión Soviética que lo financiaba, era una revolución social en el momento más conveniente.

La alianza de clases equivocada. En las elecciones de 1948, Calderón Guardia representó el populismo —distribución del ingreso y mejoras sociales— y Otilio Ulate, la oposición a este.

En dicha oposición, había una alianza entre la oligarquía y el movimiento de Figueres —a este yo lo llamo transformista, su ambición era desarrollar el país desde arriba por medio de la intervención estatal y la burocracia—. Los dos grupos no podían ser los aliados menos adecuados.

Si analizamos las acciones de la Junta de Figueres, no vamos a encontrar amor por la democracia. Se suspendieron las garantías electorales, los sindicatos no favorables a la Junta fueron prohibidos, no había libertad de prensa, un gran contingente de calderonistas fueron enviados al exilio, empleados públicos fueron despedidos, cientos de seguidores tuvieron por destino la cárcel y hubo fusilamientos clandestinos.

Figueres entregó el poder porque se dio cuenta de que sería imposible poner en marcha los planes acordados en su alianza con la oligarquía nacional.

La democracia costarricense nacía, así, como producto de la neutralización de clases durante la Guerra Civil: ninguna fuerza o clase social iba a gobernar de manera autoritaria y la democracia era, para todas, el mal menor.

En el 2008, nos cuenta el periódico La Nación, “una junta de expansión del puente sobre el río Virilla, en la General Cañas falló. Una lámina de metal (platina) que la cubría se dañó y la dejó al descubierto. Así nace el nombre de ‘la platina’”.

Arreglar la platina tardó siete años, tres gobiernos gastaron $10 millones en arreglos, dinero con el cual China habría construido una estación espacial y Japón, un tren bala.

“La platina” fue intervenida por el sector público y el privado, y, aun así, ninguno pudo, en un tiempo razonable, repararla.

La razón radica en que 60 años después los costarricenses no nos hemos puesto de acuerdo para solucionar nuestros problemas sociales, ni sobre el papel del sector público ni del privado.

Fuente: https://www.nacion.com/opinion/columnistas/pagina-quince-la-democracia-que-nadie-queria/TMSLOG6VJRETLEPM4JPWZBFXKI/story/